Anecdota septentrionalis (II)

Anecdota septentrionalis (II)
Anecdota septentrionalis (II)NameAnecdota septentrionalis (II)
Type (Ingame)Objeto de misión
FamilyBook, Anecdota Septentrionalis
RarityRaritystrRaritystrRaritystr
DescriptionUn antiguo pergamino remuriano que encontraste casualmente en unas ruinas. No se puede verificar la veracidad de su contenido.

Item Story

Al oír nuestras palabras, se rio tan fuerte que incluso las aletas de su espalda temblaron y, mientras se reía, dijo: “No existe esa tal Remuria. No se trata más que de una pseudohistoria inventada por los bárbaros del sur que, como no tenían ni historia ni civilización propias, se las inventaron”. Cuando le dijimos que nosotros mismos éramos remurianos, se rio aún más y nos preguntó si podíamos presentar pruebas sólidas de la existencia de Remuria, fueran históricas o arqueológicas. Al vernos sin palabras, nos calmó afirmando que no era ilegal ni mucho menos decir tonterías y fantasías y que, siempre que no consumiéramos solsettias en público, seguiríamos siendo los honrados huéspedes del Imperio de Solaris. Añadió que, viendo nuestra vestimenta, tampoco debíamos ser espías del bando rebelde, sino más bien mercaderes de Hiperbórea. El imperio se encontraba entonces en una guerra civil, y él esperaba que pudiéramos ayudarles a derrotar al ejército enemigo.

Resultó que el Imperio de Solaris tenía una tecnología muy avanzada. Algunas décadas atrás, un filósofo llamado Lucilio inventó una forma de dotar a individuos de superpoderes a cambio de adquirir una apariencia diferente a la de los mortales. Hubo quien argumentó que esto socavaba la pureza de la raza humana, y que habría que esclavizar o eliminar por completo a estas personas con habilidades especiales. Así fue como se enfrentaron los dos bandos, dando lugar a batallas a muerte y ríos de sangre.

Le consolé diciéndole que, en mi opinión, estas cosas eran tan antiguas que al menos se me ocurrían veinte obras escritas sobre este mismo tema, lo cual es un reflejo del gran desarrollo del arte remuriano. El mismo Terencio de Pisculento glorifica a los humanos como seres iguales y poderosos y, al mismo tiempo, escribe que solo algunos de ellos tienen poderes especiales innatos, y que por ello deben conquistar y acabar con los demás. Pues bien, les sugerí a esos caballeros que no investigaran técnicas para modificar a los humanos y que se dedicaran a hacerlo con las Focas Abotargadas, ya que, al fin y al cabo, son mucho más encantadoras. Dijo que consideraría mi sabio consejo, pero que la prioridad inmediata era destruir a esos malditos traidores. Añadió que, si estábamos dispuestos a echarle una mano, nos dejaría montar en las Focas Abotargadas imperiales más poderosas y nos permitiría dirigir las trece legiones bajo su mando —cada una de ellas tenía un millón de hombres, por lo que sumaban un total de trece millones de soldados— para flanquear a los rebeldes. Como nos había salvado de ellos, le concedimos lo que nos pedía.

Queridos lectores, he visto todo esto con mis propios ojos y cada palabra que he escrito es cierta, pero la guerra que aconteció tras aquello es todavía más increíble. Recuerdo que un esclavo ciego que nos seguía cantaba lo siguiente:

“¡Canten, compositores! ¡Canten sobre la destructiva furia de las Focas Abotargadas!”.

Sin más dilación, la gran legión de Focas Abotargadas avanzó devorándolo todo como llamas ardientes y haciendo temblar la tierra bajo sus aletas. Tomamos nuestra posición en la llanura abierta. El comandante rezó una plegaria a su divinidad, luego tensó su arco de plata y disparó un perro a los rebeldes. El arco produjo un ruido espantoso. El ejército rebelde, a su vez, desplegó cinco millones de gigantes completamente blindados. Eran enormes, decenas de veces más grandes que los Gólems creados por nuestro mismísimo sebasto, y decían que venían a rescatar al bando rebelde desde el fondo del mar. Aunque todos estos gigantes tenían un solo ojo —al fin y al cabo, así deberían ser los gigantes, ya que así lo cuenta el mismo Pacuvio—, poseían una vista extraordinaria y, a la orden del líder de los sublevados, comenzaron a lanzarnos burburanjas con una precisión asombrosa. En cuanto estas tocaban el suelo, explotaban y liberaban innumerables burbujas. Si uno las tocaba, salía flotando hacia el cielo envuelto en una de ellas hasta llegar al sol. Es por eso que el sol tiene un color tan parecido a las naranjas.

Respecto al final de la guerra, los venerables dramaturgos apenas escribieron sobre ello a lo largo de la historia, pues siempre querían dejar margen para la imaginación. Así pues, yo también seguiré esa tradición y me limitaré a omitir esa parte de la epopeya.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *

TopButton